Ni estatismo ni privatización de la sanidad: ¡gestión social!
A raíz de las políticas desarrolladas en España a finales de los años 60 y en los 70 del pasado siglo, se creó una red amplia y bien dotada de nuevos hospitales públicos que hizo de nuestra sanidad una de las mejores del mundo en relación a los servicios y calidad que ofrecía. A ello se sumó la progresiva ampliación de las coberturas hasta llegar a su universalidad ya en 1986 con la Ley General de Sanidad. Pese a todo ello, los defectos del modelo eran muchos, pero aun así, en comparación con los modelos sanitarios de otros países se podía decir que España estaba sin duda al máximo nivel, hasta el extremo de que empezó a producirse el fenómeno del denominado “turismo sanitario” de quienes aprovechaban sobre todo la ciudadanía europea para venir a España y de paso solicitar aquí la atención médica que precisaban. Las facilidades para obtener esa asistencia y la indudable calidad de la misma propiciaron dicho fenómeno sobre todo en las últimas dos décadas.
A raíz de las políticas desarrolladas en España a finales de los años 60 y en los 70 del pasado siglo, se creó una red amplia y bien dotada de nuevos hospitales públicos que hizo de nuestra sanidad una de las mejores del mundo en relación a los servicios y calidad que ofrecía. A ello se sumó la progresiva ampliación de las coberturas hasta llegar a su universalidad ya en 1986 con la Ley General de Sanidad. Pese a todo ello, los defectos del modelo eran muchos, pero aun así, en comparación con los modelos sanitarios de otros países se podía decir que España estaba sin duda al máximo nivel, hasta el extremo de que empezó a producirse el fenómeno del denominado “turismo sanitario” de quienes aprovechaban sobre todo la ciudadanía europea para venir a España y de paso solicitar aquí la atención médica que precisaban. Las facilidades para obtener esa asistencia y la indudable calidad de la misma propiciaron dicho fenómeno sobre todo en las últimas dos décadas.
Desde hace años, pero especialmente desde que comenzó la crisis económica –que ofrece una excusa perfecta para justificar casi cualquier cambio–, todo ello se está desmontando poco a poco con argumentos normalmente bastante falaces. Y a esto habría que añadir un punto común en los planteamientos de ambas partes en este conflicto sobre la privatización de la gestión sanitaria: la ausencia casi total del debate precisamente de los más afectados por todo ello, es decir, de los pacientes. ¿Quién habla de ellos y quién defiende sus intereses? ¿Por qué ninguna de las alternativas de las que se habla pasa nunca por dar preeminencia a los pacientes a través de las asociaciones o de cualquier otro mecanismo que pudiera establecerse para institucionalizar su presencia?
En el debate actual se suele partir de un principio casi unánimemente aceptado: la sanidad pública debe seguir existiendo. La cuestión se vuelve más problemática a la hora de definir lo que es “sanidad pública” y lo que es “privatización”. Para unos sanidad pública equivale únicamente a que el Estado (directamente o a través de las Comunidades Autónomas, puesto que actualmente son las que tienen transferidas las competencias en esta materia) garantice una atención sanitaria sufragada públicamente (porque nunca es gratuita, ya que la supuesta gratuidad se financia con cotizaciones e impuestos), independientemente de que sea prestada por médicos u hospitales públicos o privados. Aquí empieza el primer debate serio: independientemente de que exista también una sanidad privada para quien se la quiera costear, ¿ha de entenderse que el servicio sanitario es un servicio público o se trata de un producto como otro cualquiera que ha de sujetarse libremente a las leyes del mercado sin intervención estatal alguna? Si convenimos en que debe ser un servicio público, ¿es legítimo que, más allá de casos puntuales por imprevistos, los servicios sanitarios privados hagan negocio con el dinero público prestando ellos ese servicio, como sucede cuando se deriva un paciente a un hospital privado y luego la Administración paga por ello? ¿No sería eso un falseamiento de las leyes del mercado, una competencia desleal con el resto de la medicina privada, y una utilización de los recursos públicos para lucro privado?
Muchas veces se niega que se esté privatizando y se recurre al argumento de que en realidad no se privatiza, sino que se “externaliza” la gestión. Obviamente siempre se recurre a este tipo de pasos intermedios antes de dar un paso definitivo, porque privatizar la sanidad de golpe sería tremendo. Lo más práctico es privatizarla poco a poco para que no se noten grandes cambios y se pueda asimilar todo con más naturalidad, para lo cual es importante, por ejemplo, que en los primeros momentos la atención de cara al público mejore (así estos primeros cambios no se percibirán como negativos por los afectados, sino incluso todo lo contrario; eso sí, cuando el cambio sea irreversible esto pasará a un segundo plano, como siempre). Claro que al final tarde o temprano el subconsciente traiciona y se reconoce directa o indirectamente la realidad, como cuando el anterior Consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid requería públicamente a las entidades privadas del sector para comentar lo que, según la propia convocatoria, denominaba “oportunidades de negocio” en el campo de la sanidad madrileña. ¿Negocio? ¿Con qué y con quién? En un negocio como la sanidad, ¿cómo se hace para maximizar beneficios y reducir costes? ¿Es legítimo pensar que esas políticas para mejorar la rentabilidad del negocio podrían en algún caso redundar en la salud de los pacientes, racionando medicamentos caros pero necesarios, o evitando intervenciones cuando su resultado final no esté suficientemente garantizado pese a su necesidad? No se olvide que un negocio es eso, y es inevitable pensar en las consecuencias de ver la sanidad pública sólo como un negocio: reducción de personal y sueldos, limitación de prestaciones, y/o establecimiento de criterios de exclusión total o parcial en el acceso a la salud para determinados colectivos (que siempre suelen ser los más desfavorecidos: pobres, pensionistas, etc.). En la sanidad privada de élite, donde el paciente está dispuesto a pagar lo que sea porque le atiendan bien, es probable que eso no suceda, por supuesto, pero en una sanidad privada con pacientes asegurados y financiación pública, buscando rentabilizar el negocio sin poder poner tarifas altas, ¿acaso no es previsible que eso pueda suceder en más de un caso? ¿Y es la salud algo que debamos dejar a esa incertidumbre?
Dejando a un lado la sospecha de que las concesiones se hagan muchas veces para favorecer a amigos con participación en empresas en el sector o a determinados grupos empresariales dispuestos a favorecer o financiar al partido o político de turno, caben dos interpretaciones posibles. La primera es el reconocimiento de una incompetencia manifiesta de los actuales gestores políticos; la segunda es la asunción consentida de una peor calidad del servicio sanitario, bien por reducirse las prestaciones ofrecidas, bien por hacerlo el alcance de las mismas.
El argumento de la incompetencia parece que se asume desde el principio con toda naturalidad y sin que se les caiga la cara de vergüenza. Si los políticos han fracasado en su forma de gestionar la sanidad, ¿cómo puede ser que no les exijamos responsabilidades y en cambio asumamos sumisamente las “soluciones” que ellos mismos proponen? ¿Por qué la sociedad no exige un cambio de modelo en el que ella misma, a través de las asociaciones de pacientes, asuma un papel preeminente? Y sin embargo vemos cómo el Consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid en lugar de hacer autocrítica, tiene la caradura de criticar las nóminas de los empleados públicos y la rigidez en la gestión como principales causas del desastre generado y mantenido por él. ¡¡Hace falta cinismo!!
Es curioso comprobar cómo los datos indican que tanto a nivel hospitalario como en atención primaria el número de profesionales por habitante está bastante por debajo de la media europea. Además, la administración tiene recursos funcionales suficientes para mejorar el rendimiento de sus empleados y modificar en sentido positivo horarios, prestaciones, etc., en la medida en la que lo considere más adecuado para lograr una mejor gestión. ¿Qué impide introducir sistemas de control de calidad, como que todo paciente deba valorar el servicio recibido y que esos datos condicionen la evaluación de los profesionales y sus emolumentos variables? Obviamente los "sindicatos de clase" difícilmente hablarán de este tipo de alternativas a la hora de plantear sus quejas –en general justas en cuanto tales, aunque no siempre tanto en sus propuestas alternativas–, pero llegados a este punto interesa aclarar algo importantísimo: es un grave error confundir lo público con lo estatal.
Y aquí radica la principal discrepancia de UNT con las alternativas que proponen otos sectores también partidarios de la sanidad pública –y en general de que los servicios públicos sean realmente públicos– pero que sistemáticamente apuestan por la estatalización: creemos en la necesidad de dar un papel preeminente a los organismos intermedios de la sociedad, los grandes olvidados por todos.
Creemos que hay que buscar nuevos modelos de gestión social en los que participen todos los sectores afectados, sacando a la casta parasitaria de los políticos de todo aquello que la sociedad puede gestionar sin ellos. Y así podremos comprobar que es posible hablar de una sanidad diferente, en la que la propiedad pública conlleve una gestión social, y no privada ni estatal. Administraciones, profesionales del sector y pacientes (por medio de asociaciones o creando instrumentos específicos de representación en los órganos de dirección) son quienes deben gestionar la sanidad pública.
Eso sí, que no espere nadie que este tipo de propuestas salgan de los políticos ni de los sindicatos de clase…
No hay comentarios:
Publicar un comentario